Pedro Salmerón Sanginés/La Jornada.
En la anterior entrega dijimos que por odio a Juárez y al liberalismo, los falsificadores Macario Schettino, Catón y Zunzunegui inventaron que la batalla del 5 de mayo no se ganó, o que fue una escaramuza sin importancia que se ganó gracias a las torpezas de los franceses; una escaramuza sin importancia en una guerra que se perdió en el campo de batalla; una guerra que terminó cuando los franceses se retiraron por las presiones de Estados Unidos y Prusia.
Antes de mostrar la falacia de sus argumentos, es necesario recordar algunas cosas obvias para los historiadores, pero desconocidas totalmente por los falsificadores: una batalla es un hecho de armas que obedece a las unidades dramáticas de tiempo, lugar y acción; mientras que una guerra –según el mariscal Montgomery, que algo sabía del tema– "es un conflicto prolongado entre grupos políticos rivales mediante la fuerza de las armas", lo que quiere decir que Montgomery participaba del paradigma de Clausewitz, según el cual la guerra es eminentemente un acto político para imponer nuestra voluntad al enemigo. Ese pensamiento sobre la guerra y la batalla llevó a las concepciones de la guerra total; de la batalla "como única actividad realmente bélica"; de la destrucción del enemigo como objetivo verdadero de la guerra sólo alcanzable mediante las grandes batallas, y otras ideas cuya adopción por los estadistas europeos fue de efectos devastadores, pero que en 1862 nadie discutía en el mundo occidental.
De esa forma de entender y de hacer la guerra se desprende que ningún Estado moderno haya librado guerra ninguna sin enemigos internos o "traidores", máxime en aquellas que mezclan lo "ideológico" con lo "nacional". En toda guerra moderna, civil o extranjera, los contendientes buscan el apoyo de otras potencias, de modo que nuestros falsificadores reprochan a Juárez lo que no se reprocha en sus países a Washington, Napoleón, Bolívar, Churchill o De Gaulle... ni, por supuesto, los héroes de estos "desmitificadores": Maximiliano y Miramón.
Sentado lo anterior, hagamos un ejercicio de lógica elemental. Gana una batalla, gana una guerra, quien logra lo que se propuso. Hoy nos limitaremos a la batalla del 5 de mayo, en la que los objetivos de los franceses quedan perfectamente claros en el párrafo de una carta del general Lorencez, jefe de la expedición:
"Somos tan superiores a los mexicanos en organización, disciplina, raza, moral y refinamiento de sensibilidades, que le ruego anunciarle a su majestad imperial, Napoleón III, que a partir de este momento y al mando de nuestros 6 mil valientes soldados, ya soy dueño de México".
En efecto, los invasores que, como veremos en la siguiente entrega, buscaban hacer de México un protectorado francés, creían que esa pequeña fuerza expedicionaria bastaba para llegar a la capital de la República e imponernos el gobierno y las obligaciones internacionales que nos habían preparado. El obstáculo que se interponía en su camino era el ejército que mandaba el general Ignacio Zaragoza, y los franceses daban por descontado que lo barrerían del mapa. De haberlo hecho así, los recordaríamos hoy como los vencedores de aquella batalla.
¿Qué se proponía, a su vez, el comandante mexicano? Detener el avance francés para permitir que se reuniera la Guardia Nacional. No permitir que 6 mil soldados extranjeros llegaran a la capital de la República. Ese era el plan de Zaragoza tras la evaluación de sus posibilidades y los elementos de guerra a su disposición.
La batalla del 5 de mayo, en la que 6 mil franceses intentaron tomar a viva fuerza los pequeños fuertes de Loreto y Guadalupe, y poco menos de 5 mil mexicanos estaban dispuestos a impedirlo, duró cuatro horas y consistió en tres ataques frontales de los franceses, rechazados por los nuestros, y un contrataque al pie del cerro que terminó con las posibilidades ofensivas de los invasores, que se retiraron hacia Orizaba. ¿Que la batalla se ganó por los errores del enemigo, como insisten hasta la saciedad nuestros falsificadores? En parte, por supuesto: como Austerlitz, Stalingrado o casi cualquiera otra.
Los efectos de la batalla fueron enormes, pues cambiaron mucho la opinión mundial sobre México y la Intervención. En nuestro país, multitudes acogieron la noticia con delirante entusiasmo en las plazas públicas. La pequeña acción de armas del 5 de mayo parecía probar lo que Juárez afirmaba: México existía y era una nación soberana.
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