Pedro Salmerón
@salme_villista
En 1858, cuando empezó la guerra de reforma, la joven nación mexicana había ensayado distintas formas de gobierno y parecía haberse equivocado en todas. Fracasaron la monarquía moderada; la República democrática, representativa, popular y federal; la República centralista de democracia selectiva y la dictadura militar. Tres constituciones y varias reformas a las mismas habían decepcionado las esperanzas que la nación había puesto en ellas, y una cuarta y recientísima constitución provocó la guerra civil. Cuatro ejércitos extranjeros habían pisado en diversos momentos el territorio nacional y en esas guerras se había perdido la mitad del territorio nacional sin que, a cambio de las derrotas, se construyera entre los habitantes el sentimiento de nación. La República estuvo más de una vez en riesgo de fragmentarse, como había ocurrido con Centroamérica y con la Gran Colombia y, la gente humilde se había amotinado o rebelado repetidas veces, empujada por el hambre y la desesperación. Algunas de estas rebeliones mostraban claramente que ninguno de los intentos por constituir a la nación había tomado en cuenta a su mitad indígena.
Pero en realidad, a pesar de tantos cambios aparentes, la vida nacional seguía amarrada a las instituciones y las formas de hacer política heredadas de la crisis y el colapso del imperio español. No a las instituciones de la época colonial propiamente dichas, sino a sus viciosas deformaciones que resultaron de años de guerras externas e internas y sucesivas crisis políticas y bancarrotas. Desde 1821 el cuartelazo fue el mecanismo usual mediante el cual los altos mandos del ejército controlaban la vida pública nacional y ponían y quitaban presidentes; un ejército cuyos mandos habían pertenecido, casi todos, al ejército realista que destruyó los ejércitos populares de Hidalgo y Morelos y encabezó la contrarrevolución política que nos dio la Independencia en 1821; un ejército que había sido incapaz de retener Texas ni de ganar una sola batalla frontal contra los invasores estadounidenses, pero siempre listo para el cuartelazo y eficaz en el combate a las rebeliones indígenas. Los jefes del ejército, que se habían enriquecido medrando con la guerra y la política, sólo habían dejado el poder por brevísimos periodos, aunque justamente en 1858 un presidente civil desafiaba sus privilegios.
Si la política estaba controlada por el ejército, otra institución colmada de fueros y privilegios, controlaba aspectos fundamentales de la vida pública y la cuarta o quinta parte de la riqueza nacional: la Iglesia. A partir de 1804 las crisis económicas causaron que parte importante de la riqueza pasara de los particulares a una Iglesia agiotista que funcionaba -mal- como banco de crédito y avío; y la Independencia había eliminado la tradicional sujeción de la Iglesia al poder público (a la corona española), convirtiéndola en un auténtico poder por fuera de los intentos por constituir el Estrado. La Iglesia controlaba las conciencias a través del monopolio de la educación primaria y superior. La Iglesia controlaba las estadísticas vitales: uno sólo podía nacer, casarse y morir en el seno de la Iglesia y no tenía más constancia de su existencia, de sus apellidos, de su lugar y fecha de nacimiento, que la fe de bautizo. A través del control de las estadísticas, la Iglesia controlaba también los procesos electorales, pues únicamente los párrocos sabían quiénes eran mayores de edad y quiénes vivían en cada barrio, por lo que los comicios se realizaban en las parroquias. La Iglesia, en fin, recibía los diezmos y donaciones, única recaudación segura en un país sin estructura fiscal, en una nación casi sin Estado. Con tanto poder material acumulado el poder espiritual de la Iglesia se deformaba: la jerarquía exigía que las políticas públicas se trazaran siguiendo sus instrucciones, tutelando a los militares que ejercían nominalmente el poder.
En enero de 1858 inició una guerra civil que enfrentó dos formas contrapuestas de entender los problemas de México. Dos gobiernos uno en la capital del país y otro que tras transitar por varios lugares se estableció en el puerto de Veracruz, levantaban ejércitos que se enfrentaban entre sí. Los hombres que formaban el gobierno de Veracruz, encabezados por Benito Juárez, habían comprendido que sería imposible construir un Estado, modernizar la política e impulsar el sentimiento de nación, mientras la Iglesia y el Ejército controlaran la vida nacional, por lo que decidieron acabar con sus poderes extraordinarios, convirtiendo a ambas instituciones en lo que debían ser: la Iglesia atenta a su misión espiritual; el Ejército, constreñido a la defensa de la soberanía nacional. Pero no enfrentaban únicamente esos dos grandes problemas: también la tradicional y permanente amenaza de las potencias europeas y de los Estados Unidos, para quienes México sólo era botín.
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