Pedro Salmerón
@salme_villista
Es fácil descalificar a los hombres del pasado cuando se cree que las cosas eran entonces igual que ahora, el país el mismo, la situción, los principios, las ideas, las que nosotros poseemos. Hay mexicanos que leen así la histopria y ven en la época de Juárez una continua traición a la patria y a en los hombres de entonces, meros títeres o personeros de una conspiración mundial. Como yo veo que México existe y veo que existe a pesar de las bases tan endebles con las que surgió, entiendo otra cosa. Los invito a que me acompañen en una revisión de esas bases.
Los Iturbidistas ven el mapa del Imperio y suspiran por la gloria perdida. Creen, como los criollos del siglo XVIII, como los que leyeron mal a Humboldt, que la Nueva España, devenida en Imperio Mexicano, tenía todas las cartas para convertirse en la gran potencia continental y que la caída del emperador y los posteriores gobiernos, nos sumieron en la ignominia. El primer problema suyo es que no ven bien el mapa: miran California y piensan en la viña y el pomar y hasta en Hollywood; miran Texas y ven millones de vacas y de barriles de petróleo y no lo que entonces eran: desiertos. Olvidan algunas claves, como la de un país con una densidad de población inferior a los dos habitantes por kilómetro cuadrado. Creen que Iturbide podría haberlo hecho mejor que quienes lo sucedieron y olvidan la facilidad con la que cayó del poder, olvidan la fragilidad pasmosa de su poder, la inexistencia del Estado.
En 1848, tras una guerra desastrosa, México tuvo que entregar a los Estados Unidos dos millones de kilómetros cuadrados, pero se quedó prácticamente con los mismos ocho millones de habitantes de antes de la guerra, pues los territorios perdidos estaban casi deshabitados, lo mismo que buena parte de los que se conservaron: era bajísima la densidad de población en todo el norte y en todo el trópico: cinco de los ocho millones vivían en el altiplano central. El 90% de la población vivía en aldehuelas y ranchos y sólo el 10% se apretujaba en 25 pequeñas ciudades. La esperanza de vida era de 24 años y si bien la tasa de natalidad era de 40 por millar al año, la mortalidad infantil era tan alta que la población no crecía. Las epidemias hacían inhabitables los trópicos y diezmabas a la gente de la ciudad.
En 37 años de vida independiente, las esperanzas de los criollos de convertir a México en la nación más rica, próspera e igualitaria del mundo, eran cada vez más irrealizables. Habían menguado la fuerza y la fortuna de la sociedad, y se acentuaba la desigualdad. En las ciudades, fuera de pequeños grupos de mineros, mercaderes y comerciantes, un clero poseedor de muchos bienes inmuebles y agiotista, que acaparaba la quinta parte de la riqueza nacional, y una reducida clase media, la gente vivía en la pobreza, la suciedad y la ignorancia, entre robos y cuchilladas, en la holgazanería del que no tiene trabajo ni esperanzas.
En el campo, la gran masa del pueblo empobrecido se encerraba en multitud de pequeñas aldeas aisladas, en endebles y restringidas economías de autoconsumo. La vida rural era el vivo retrato del infortunio: dentro de ese país pobre y dividido, la peor parte la llevaban los campesinos, que formaban el 80% de la población. La agricultura, sin tecnología moderna, sin riego ni abonos, sujeta a la inestable temporada de lluvias, satisfacía las necesidades elementales: maíz, frijol y chile eran los cultivos principales; caña de azúcar, café y tabaco para los gustos de los ricos; maguey para las bebidas. Sólo algunas haciendas, con mano de obra sobreexplotada, producían algodón, añil y vainilla para un mercado más amplio. No había forma de capitalizar el campo, de mejorar sus condiciones; no había tampoco vías de comunicación para vender los productos de la tierra lejos de su lugar de origen.
Muchas de las numerosas naciones indígenas eran nómadas o seminómadas, dedicadas parcialmente a la agricultura, con los métodos más primitivos que puedan imaginarse. Algunos de estos grupos, como los apaches y los comanches, tenían asoladas y casi despobladas grandes extensiones de los estados de Sonora, Chihuahua y Coahuila, y amenazaban todo el norte.
La modernidad tecnológica sólo había llegado a algunas minas y manufacturas. Aunque la producción minera se triplicó entre 1821 y 1850, aún no alcanzaba los niveles de 1808, cuando a causa de las guerras europeas y de crisis internas, inició un rápido declive de la producción de plata, que durante tres siglos fue casi nuestro único producto de exportación. El comercio exterior era la rama más vigorosa de la economía, pero la venta de minerales preciosos y la compra de artículos suntuarios no aprovechaban a la nación. El comercio interno era casi nulo, pues no había una sola vía natural de comunicación y los caminos, escasos y malos, estaban infestados de bandidos. Los costos y riesgos de trasladarse de una parte a otra habían reducido el comercio a su mínima expresión. Todavía las elites creían que México era potencialmente rico, pero lo cierto es que se producía muy poco y que el escaso producto estaba muy mal distribuido.
Los grupos privilegiados aspiraban a concentrar en sus manos toda la riqueza, y las haciendas crecieron en detrimento de las tierras de los pueblos y de las comunidades, lo que generó inconformidades y resistencias que, a partir de la derrota en la guerra contra los Estados Unidos, se tradujeron en las formidables rebeliones indígenas de Yucatán, Sierra Gorda y Nayarit. Pero esta hambre de tierras y bienes, común a las elites y a las clases medias, se traducía también en la presión para que salieran al mercado las vastas propiedades de la Iglesia, además de las tierras del Estado, de los pueblos y de las comunidades.
La pobreza de la producción no era sólo resultado de la mala organización social: tenía sus raíces en la geografía. México estaba aislado del resto del mundo. Los dos océanos no representaban para nuestro país las magníficas vías de comunicación que eran para otros, pues los puertos eran pocos, malos y separados de la parte habitada del territorio por regiones insalubres y abruptas serranías. La frontera sur no nos acercaba al mundo y la nueva frontera norte era un desierto deshabitado, asolado por los apaches y los comanches.
La tierra agrícola era poca y mala. Más de la mitad del territorio nacional es montañoso y las serranías no sólo dificultaban la agricultura y la ganadería, también eran un obstáculo enorme para las comunicaciones y la creación de mercados. A las montañas hay que sumar los desiertos y semidesiertos. México está ubicado a lo largo del trópico de Cáncer y buena parte de nuestro territorio se encuentra en la franja geográfica de los grandes desiertos del hemisferio norte. Debido a esa situación, el 43% del territorio nacional está constituido por zonas áridas y el 34% por regiones semiáridas, en donde, para levantar cosechas, se depende del riego o de un régimen de lluvias irregular. Muchas de las tierras con agua suficiente eran improductivas e inhabitables a mediados del siglo XIX, por ser extremadamente insalubres.
El principal factor limitante de la agricultura en México es la falta de agua. Los ríos son escasos, irregulares, de cortos y pronunciados recorridos y de muy difícil aprovechamiento en su estado natural, por lo que a mediados del siglo XIX prácticamente no había en México tierras de riego. Toda la gran plataforma continental, que comprende la planicie septentrional o mexicana, la planicie meridional o del Anáhuac y la depresión del Balsas, que abarcan más de la mitad del territorio nacional y en donde se concentraba casi toda la población, carece de un abastecimiento de agua suficiente.
Ese país pobre, rural, aislado, con una población analfabeta y sin sentimiento de nación, fue el que encontraron Juárez y sus compañeros cuando en enero de 1858 se pusieron nominalmente al frente del gobierno.